domingo, 12 de octubre de 2014

Relato










UTOPIA .-


Dispuestos en filas, pasábamos delante de una torre de crista.

No la podías ver si no dirigías la mirada hacia ella. Translucida, inmensa a su vez, y protectora.

Una luna llena brillaba sobre ella en su estado más completo, más blanca y, más cerca que nunca. Bajo su perfecta redondez resaltaba aún más la geometría transparente de la torre, que a su vez absorbía toda la luz de ésta. Las piedras hacían el resto, en sus formas milenarias, se complementaban entre ocres y tierras, en  plena armonía.

En el entorno todo era blanco.

La corriente humana se iluminaba con esta luz tan blanca, cristalina, limpia, que nos envolvía pero que a su vez, parecía que todos portábamos luz interna, una luz que emanaba desde dentro, haciendo resaltar todos aquellos rostros que miraban quizás buscando la procedencia de aquella maravillosa luz.

Vi rostros duros, marcados, tristes, serios, mutilados, heridos; pero otros limpios, dulces, bellos, alegres, luminosos, portadores todos ellos de algo especial aun siendo cada uno de ellos totalmente diferentes, sin patrones. Desprendían curiosidad y vida.

Era imposible verse los pies, rozábamos el suelo ante tanta presión por la  que confluíamos en aquella corriente humana, eléctrica, enérgica. En realidad no caminábamos sin ninguna dirección en concreto. Sabíamos, intuíamos que al final existía una expansión, una salida abierta y sin tanta presión entre nosotros.

De pronto la intuición se hizo realidad, ante nosotros apareció el mar. Aun de noche, las gaviotas sobrevolaban nuestras cabezas en un vuelo rasante, blanco y perfecto. Resaltaban sobre el azul oscuro y salpicado de millones de luces celestes. Nos daban la bienvenida a un espacio abierto, a una inmensidad casi infinita, donde el horizonte solo se intuía. 

Al fin pisamos arena, algo inmaterial, sin solidez, pero materia en si. Las olas del mar resaltaban su esmaltada textura liquida bajo el reflejo de una luna que nos iluminaba desde atrás. El agua llegó hasta nuestros pies haciendo de este contacto, que nuestras mentes se despertaran, dispersaran y reaccionaran ante aquella visión y, que sintiéramos como nuestros pulmones se llenaban de aíre y  brisa marina.

Nos sentamos al fin, llené mis manos de arena, miré al horizonte imaginario,  y al fin solo. Sólo. Pero con una visión amplia de un imaginario y anhelado  horizonte.

El amanecer hizo el resto.



Juan Manuel Álvarez Romero 

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